Cernuda, el poeta sevillano escribió en Ocnos (un libro de prosa poética primoroso e implacable): "Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza".
LLega un momento en el que el tiempo nos alcanza. Un segundo, un instante en el que el tiempo nos encuentra. Para la mayoría de los seres humanos, ese instante en el que el tiempo no es algo que está delante o detrás nuestra, esa instantaneidad llega sólo en el momento en el que la muerte nos señala con el dedo. Para la mayoría de los seres humanos ese es el único momento en el que ser y tiempo coinciden plenamente.
LLega un momento en el que el tiempo nos alcanza. Un segundo, un instante en el que el tiempo nos encuentra. Para la mayoría de los seres humanos, ese instante en el que el tiempo no es algo que está delante o detrás nuestra, esa instantaneidad llega sólo en el momento en el que la muerte nos señala con el dedo. Para la mayoría de los seres humanos ese es el único momento en el que ser y tiempo coinciden plenamente.
Practicar zazen es ponerse voluntariamente en disposición de que el tiempo nos alcance. Maestro Deshimaru dijo a menudo que al practicar zazen debíamos entrar decididamente en nuestro ataúd. Eso es permitir que el tiempo nos alcance completamente despojados, allí donde estamos, así como somos.
Sin duda también durante zazen navegamos por el tiempo, adelante, hacia atrás, pero la postura, la nuca, las manos, los dedos, la espalda, la respiración son como un ancla que nos retorna una y otra vez a ese instante en el que nuestro ser coincide completamente con el tiempo.
En ese momento, en ese lugar, la muerte deja de ejercer sobre nosotros su terrorífico poder, esa especie de fuerza de gravedad vital que nos aplasta contra el sufrimiento.
Por favor, permitir que el tiempo os alcance, permitirlo una y otra vez. Cuando lo hagáis, no podréis dejar de sorprendeos con el hecho de que no es la muerte sino la vida la que os sale al encuentro en ese instante.
Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. (No sé si expreso esto bien.) Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si alguna colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre ha vivido una vez libre del aguijón de la muerte. ¡Años de niñez en que el tiempo no existe! Un día, unas horas son entonces cifra de la eternidad. ¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?
Recuerdo aquel rincón del patio en la casa natal, yo a solas y sentado en el primer peldaño de la escalera de mármol. La vela estaba echada, sumiendo el ambiente en una fresca penumbra, y sobre la lona, por donde se filtraba tamizada la luz del mediodía, una estrella destacaba sus seis puntas de paño rojo. Subían hasta los balcones abiertos, por el hueco del patio, las hojas anchas de las latanias, de un verde oscuro y brillante, y abajo, en torno de la fuente, agrupadas, las matas floridas de adelfas y azaleas.
Sonaba el agua al caer con un ritmo igual, adormecedor, y allá en el fondo del agua unos peces escarlata nadaban con inquieto movimiento, centelleando sus escamas en un relámpago de oro. Disuelta en el ambiente había una languidez que lentamente iba invadiendo mi cuerpo.
Allí, en el absoluto silencio estival, subrayado por el rumor del agua, los ojos abiertos a una clara penumbra que realzaba la vida misteriosa de las cosas, he visto cómo las horas quedaban inmóviles, suspensas en el aire, tal la nube que oculta un dios, puras y aéreas, sin pasar.
Luis Cernuda. Ocnos
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