domingo, 4 de octubre de 2015

La ilusión del Yo

  1. "La aparición de este cuerpo es sólo la aparición de los elementos. Esta aparición nunca deja huellas de aparición.  En consecuencia, la aparición está más allá de la consciencia y de la cognición.  Por eso Buda no dijo: -Yo aparezco-.  Tampoco se trata de que sean otros los que perciban o piensen que los elementos están apareciendo..."

    Kai In Sanmai -  Mestro Dogen

    Traducción : Dokusho Villalba


    Una tendencia científica reciente postula la noción de que la conciencia es una ilusión –lo que ha sido llamado una “ilusión del usuario”. El aparato neurocognitivo, en la riqueza de su procesamiento de información, genera la ilusión de que hay alguien detrás de la máquina, un ser fijo y duradero que integra las percepciones. Este “ser” es sólo un fantasma en el hardware, una imagen o un simulacro permanentemente producido como efecto secundario de procesar innumerables estímulos. Una especie de permanencia retinal en el ojo de la mente. Una falsa noción producida por un paradigma cognitivo dualista: ¿realmente debe haber alguien que conoce, un sujeto y un objeto? 

    Un reciente estudio, publicado en Trends of Cognitive Sciences, teoriza en esta misma dirección, señalando que la conciencia es la reificación de la cognición. Es decir, sólo hay cognición, pero objetificamos lo que es puro proceso y, sin poder asumir el vértigo inasible de la cognición, invocamos la meta-realidad de la conciencia, deus ex machina. Claro que entramos aquí en una zona aporética, lingüísticamente problemática, puesto que entonces no habría quien invoca o quien asume o quien objetifica, sólo disolución (y re-emergencia) perenne en el cambio. (Esto es algo que había sido anticipado por la filosofía de Hume).

    El filósofo Evan Thompson, entrevistado por la revista Quartz para comentar este estudio, explica:

    Los budistas argumentan que nada es constante, todo cambia con el tiempo, tienes un flujo de conciencia cambiando constantemente. Y desde una perspectiva neurocientífica, el cuerpo y el cerebro están en flujo constante. No hay nada que corresponda con la noción de que existe un ser inmutable. 

    El artículo en cuestión concluye que “el procesamiento del yo en el cerebro no es iniciado en ninguna región o red, sino que se extiende a una amplia gama de procesos neurales fluctuantes que no parecen tener una especificidad [self-specific]“. Así que al menos sabemos que el yo (o la conciencia de sí) no está en ningún lugar en específico, que no podemos ubicarlo materialmente. Desde el materialismo científico esto nos lleva a concluir que el ser es la alucinación colectiva de los componentes del proceso cognitivo en todas sus instancias. Una visión espiritualista nos diría que el verdadero yo (el ser) no se encuentra en el cuerpo, o que está realmente en todas partes y por eso no puede fijarse en ninguna. ¿Es posible concebir que la experiencia (la conciencia) ocurra pero que que no tenga lugar (locus) o foco, sino que esté diseminada no sólo por todo el cuerpo sino por todo el mundo?

    Sabemos que el budismo sostiene que el yo es una ilusión. Pero a diferencia de lo que algunos divulgadores científicos creen, no postula que la conciencia no exista, lo que no existe en el budismo es la conciencia individual, el yo fijo. Para nosotros incrustados en un paradigma tan individualista esto es fácil de confundir, puesto que, pensamos, ¿para que sirve la conciencia, si no es algo que podemos tener? Y es que en el budismo y en buena parte del misticismo ocurre lo contrario, la conciencia es algo que nos tiene a nosotros (somos apenas la superficie de un proceso universal). 

    Es justamente la conciencia del no-yo (selfless) la que nos identifica con la totalidad indivisa de la existencia. (“La conciencia es una propiedad fundamental del universo. Donde hay información integrada, hay experiencia”, dice el neurocientífico Christof Koch, o lo que es lo mismo, donde hay experiencia hay conciencia. Si llevamos esta interpretación al budismo, entonces nos inclinaríamos a decir que la existencia del universo en su totalidad, en tanto que es un perpetuo experimentar, es también una conciencia perpetua). 

    En el budismo se cree que el yo y todos los fenómenos que experimentamos desde este nodo de percepción –desde la separación– son ilusorios porque son impermanentes e interdependientes. La impermanencia, o anicca, es la ley de la temporalidad, todo cambia constantemente, por lo cual es un error formar cualquier tipo de apego, especialmente al yo. Sólo de aquello que no cambia, que es eterno, podría decirse que es. La interdependencia, u originación dependiente, pratītya-samutpāda, es la cadena que une a todas las cosas y por lo tanto las ata al ciclo de la ilusión, puesto que, de igual manera que con la impermanencia, de una cosa que no tiene una sustancia independiente, que no puede establecerse más que a través de algo más, no puede decirse que es. Allan Wallace, traductor de textos clásicos del budismo tibetano, introduce a la visión de la interdependencia y la ilusoriedad del mundo del maestro Padmasambhava:

    Cuando Padmasambhava dice que los fenómenos son no-existentes –no están realmente ahí– quiere decir que los fenómenos no existen por su propia naturaleza, ya sea subjetiva u objetivamente. En otras palabras, los fenómenos existen interdependendientemente –su apariencia en nuestra conciencia depende de una multitud de factores y no de que ellos tengan una realidad independiente por su propia cuenta, por así decirlo.

    Cuando miramos detenidamente el mundo, nos damos cuenta que cada una de las las cosas que vemos tiene su ser, su definición y su origen en otra cosa. Sólo hay una cosa que no depende de otra cosa y eso es el todo, la existencia absoluta, y esta es, entonces, la única realidad, Buda (que al entrar en el parinirvana se reconoce como el dharmakaya, el cuerpo de la ley: el universo entero como cuerpo). La existencia absoluta no puede depender de otra cosa, puesto que todo otro es ella también: la totalidad es unidad absoluta. Lo mismo: sólo hay una cosa que es permanente y ese es el devenir de todas las cosas –la cosmogénesis es siempre presencia, instantaneidad pura, caudal infinito. Lo que es permanente no son los seres, sino la existencia misma. Como dice una perspicaz frase: La conciencia no existe. Es la existencia.

    Entramos en terrenos muy esotéricos y controversiales dentro de diferentes escuelas de budismo si afirmamos o negamos que la Existencia es consciente de sí misma (¿su naturaleza puede ser tal que sea conciencia, o más bien mente, pero no conciencia de sí?). Diremos, sin embargo, que las experiencias de comprensión más elevadas descritas por el budismo, las experiencia de samadhi y las intimaciones del nirvana, aunque sea por una limitación del lenguaje, asumen que el estado búdico es una experiencia cualitativa. Una subjetividad que abarca toda la realidad del universo, una integración extática de todas las experiencias en una sola. 

    El parinirvana es descrito como un estado de absoluta felicidad. En el Mahayana Mahaparinirvana Sutra se atribuye a la liberación cuatro características: eternidad, ser, pureza y felicidad. De esto podríamos concluir –aunque existen algunas escuelas dentro del budismo que posiblemente argumentarían en contra– que el ser que pasa hacia el nirvana no pasa a la aniquilación total de su existencia, solamente a la aniquilación de su individualidad, la cual es una ilusión, el craso error de la ignorancia. Ninguna persona podrá ser jamás Buda, pero impersonalmente todos seremos (y somos) Buda. La única identidad posible, real y duradera, es el Absoluto, la Conciencia misma. Dice Manly P. Hall:

    Hay un punto sutil en el hecho de que quien logra la budeidad no es un buda sino el Buda… el académico occidental considera a alguien que rompe la ley como un criminal, mientras que el oriental considera a la persona que rompe la ley como crimen.

    Por otro lado, en el budismo no se considera que la ilusión del yo esté sujeta a la materia, sino al revés, la materia está sujeta a la ilusión del yo. Este ser individual ilusorio persiste más allá de la muerte, una vez que se ha echado a  andar una acción o karma, la cual debe cumplir su consecuencia. El yo no es más que la inercia o la continuidad del karma (es decir, interdependencia, tenue concatenación de hechos). Este ser individual puede existir en diferentes niveles de samsara –el mundo ilusorio–, algunos más sutiles y virtuosos (similares al concepto occidental del cielo) y otros atormentados por un mayor nivel de ignorancia y por lo tanto más infernales. Pero incluso esta existencia en el paraíso o en el infierno también debe disolverse y por lo tanto puede decirse que son ilusorios. Es por esto que se dice también –y aquí existen versiones encontradas– que para el budismo el alma no existe. 

    Sin embargo, este ser que integra distintas experiencias (en múltiples vidas) y puede elevarse a mundos más sutiles y espirituales, incrementando su conciencia y aprendiendo a vivir conforme a la ley universal hasta reintegrarse con el todo, no es realmente muy distinto del alma como es concebida, por ejemplo, en la filosofía neoplatónica, donde también la existencia individual se disuelve en la unidad, la henosis de Plotino, el viaje del Solo al Solo. El filósofo y el adepto de la alquimia, al igual que el boddhisatva, descubren que no tienen más existencia que en tanto participan en la conciencia del Absoluto y todos sus actos filosóficos no son más que el medio para reconocer esto y liberarse de la separación.

    El conflicto entre las diferentes acepciones que se tiene del budismo estriba seguramente en las numerosas escuelas y los procesos de traducción –sin inicación– de las enseñanzas. Puesto que, como se dice en el Sutra del Loto, el texto fundamental del budismo mahayana, las enseñanzas de Buda están ligadas al contexto y fueron transmitidas para acoplarse al entendimiento de sus diferentes discípulos, no buscando un dogma sino la generación de una experiencia de entendimiento.

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    Fuente:http://pijamasurf.com/2015/10/budismo-neurociencia-y-la-ilusion-del-yo/

Shinsankaido - Hossenshiki











lunes, 22 de junio de 2015

Un Budismo secular



Artículo de Stephen Batchelor aparecido en el número de Otoño 2012 de la revista Tricycle. Un magnífico artículo que nos permite acercarnos a lo que autor entiende por budismo secular. Sin duda un elemento más ,de gran valor, para la reflexión personal.





Soy un budista secular. He tardado años en “salir del armario” por completo y aún siento una molesta inseguridad, un ligero halo de traición al declararme en estos términos. Como budista secular, mi práctica trata sobre responder de la manera más sincera y urgente posible al sufrimiento de la vida en este mundo, en este siglo (nuestro saeculum) en el que nos encontramos ahora y en el que se encontrarán las futuras generaciones. Más que alcanzar el nirvana, veo el propósito de la práctica budista como el continuo florecer de la vida humana aquí en la tierra en el marco ético del camino óctuple. Dados los conocimientos existentes acerca de la evolución biológica de los seres humanos, la emergencia del lenguaje y de la conciencia de uno mismo, la sublime complejidad del cerebro y la integración de estas criaturas en la frágil biosfera que envuelve este planeta, no logro comprender cómo después de la muerte física puede haber continuidad de cualquier conciencia o yo personal, impulsada por la implacable fuerza de los actos (karma) cometidos en ésta o previas vidas. A muchos –quizás a la mayoría– de mis co-religiosos, esta confesión les conduciría a preguntar: “¿Entonces por qué, si no crees en estas cosas, te sigues considerando ‘budista’?”

No nací budista ni me crié en una cultura budista. Crecí en un entorno generalmente humanista, no asistía a la iglesia y me eximieron de atender las clases de “escrituras”, como se las llamaba entonces, en el instituto de Watford. A los dieciocho años me fui de Inglaterra, viajé a la India y me establecí en Dharamsala, en la comunidad tibetana en torno al Dalai Lama. Me hice monje budista a los veintiuno y durante diez años recibí una educación monástica formal en meditación, doctrina y filosofía budistas. Incluso en el despertar de los años 60 éste se consideraba un camino altamente incomformista. El budismo, lo poco que se mencionaba en esos días, era desestimado por los principales medios de comunicación occidentales como una preocupación marginal, aunque benigna, de ex- (o no tan ex-) hippies y esporádicos psiquiatras innovadores. Yo hubiera tildado de soñador a cualquiera que me hubiera dicho que, en el lapso de cuarenta años, la meditación budista estaría disponible en la salud pública y un diputado de los Estados Unidos (Tim Ryan, demócrata) publicaría un libro titulado “A Mindful Nation: How a Simple Practice Can Help Us Reduce Stress, Improve Performance, and Recapture the American Spirit” (Una nación atenta: Cómo una práctica sencilla puede ayudarnos a reducir el estrés, mejorar nuestro rendimiento y recuperar el espíritu americano).
El budismo tiene sus orígenes en la India del siglo V aC, y posteriormente se extendió por todo Asia; pero los occidentales no tuvieron la menor idea sobre qué enseñaba y qué sostenía hasta mediados del siglo XIX. El descubrimiento repentino de que el Buda Gautama era un personaje histórico tan real como Jesucristo, cuya influencia se había extendido de manera comparable, fue un shock para el engreimiento imperial de la Inglaterra Victoriana. Aunque un puñado de europeos se convirtieron al budismo de finales del siglo XIX en adelante, no fue hasta finales de los años 60 que el dharma empezó a triunfar “como la coca-cola” en occidente. A diferencia del cristianismo, que lenta y dolorosamente se esforzó para asimilar las consecuencias del Renacimiento, la Ilustración, las ciencias naturales, la democracia y la secularización, el budismo fue catapultado a la modernidad desde las sociedades agrarias y profundamente conservadoras de Asia, que habían permanecido o bien geográficamente remotas o bien distanciadas del resto del mundo mediante aislamiento político. Después de una vida dedicada a los estudios budistas, el académico y traductor Edward Conze llegó a la conclusión de que “el budismo no ha tenido una idea original en mil años.” Cuando las comunidades budistas colisionaron con la modernidad en el curso del siglo XX, no estaban preparadas para los nuevos retos y preguntas que su religión debía afrontar en un mundo global y secular que cambiaba con rapidez.
Sospecho que una parte considerable del entusiasmo occidental por todo aquello budista sea todavía una proyección romántica de nuestras ansias de verdad y santidad sobre aquellas gentes y lugares distantes que menos conocemos. A veces me alarma la predisposición incondicional de [algunos] occidentales a aceptar al pie de la letra cualquier cosa pronunciada por un lama tibetano o un sayadaw birmano, mientras que se mostrarían generalmente escépticos si un obispo cristiano o un catedrático de Cambridge dijeran algo comparable. Creo que la filosofía, la meditación y la ética budistas tienen algo que ofrecer para ayudarnos a asimilar muchos de los dilemas personales y sociales de nuestro mundo. Pero existen verdaderos retos en traducir las prácticas, valores e ideas budistas en formas de vida exhaustivas que sean más que un simple conjunto de habilidades adquiridas en cursos de ‘reducción del estrés basada en la atención’, y que puedan prosperar igual de bien fuera que dentro de los centros de retiros de meditación. Puede que el budismo precise de una cirugía radical si quiere hacer las paces con la modernidad y encontrar una voz que pueda dirigirse a las circunstancias de este saeculum.
Entonces, ¿qué tipo de budismo propone un auto-denominado “budista secular” como yo? Para mí, el budismo secular no es simplemente otra reconfiguración modernista de una forma tradicional de budismo asiático. No es ni un budismo Theravada reformado (como el movimiento Vipassana), ni una tradición tibetana reformada (como el budismo Shambhala), ni la escuela Nichiren reformada (como Soka Gakkai), ni un linaje Zen reformado (como la Order of Interbeing [Orden de inter-ser]), ni tampoco una reforma híbrida de algunos o todos los citados (como la Orden Triratna –antes la FWBO, ‘amigos de la orden budista occidental’). Es más radical que eso: busca volver a las raíces de la tradición budista y repensar el budismo desde cero.

Al explorar esas raíces, el budista secular se encuentra excavando dos campos que fueron iniciados en el siglo pasado por traductores y académicos modernos. El primero consiste en los discursos más antiguos atribuidos a Siddattha Gotama, que se encuentran principalmente en el canon pali de la escuela Theravada. Los angloparlantes somos excepcionalmente afortunados no sólo de tener una traducción completa del canon pali, sino de que ésta esté siendo continuamente mejorada –algo en lo que los hablantes de otras lenguas europeas aún sólo pueden soñar. El segundo de estos campos es el de nuestros conocimientos cada vez más detallados (aunque todavía disputados e incompletos) de las circunstancias históricas, sociales, políticas, religiosas y filosóficas que predominaron durante la vida del Buda, en el siglo V aC en la India. Gracias a académicos como Richard Gombrich, estamos empezando a ver más claramente el tipo de mundo en el cual enseñó el Buda. Juntos, esos dos campos proporcionan un base fértil para el proyecto de repensar, quizás reimaginar el dharma desde cero.
Sin embargo, esta misma riqueza de material también plantea serias dificultades de interpretación. El canon pali es un complejo tapiz de estilos retóricos y lingüísticos, fulgurante de ideas, doctrinas e imágenes en conflicto, todas agrupadas y elaboradas durante unos cuatro siglos. El canon no habla con una sola voz. ¿Cómo distinguir entonces entre lo que probablemente es la palabra del Buda en oposición a una bien intencionada “clarificación” añadida por un comentarista posterior? No estamos aún –y quizás no lo estemos nunca– en un punto en el que estas preguntas puedan ser contestadas con certeza. Sea como fuere, como practicante budista, no acudo a los sermones del Buda en busca únicamente de conocimientos académicos, sino de ayuda para asimilar lo que los chinos llaman el “gran asunto del nacimiento y la muerte”. Es en este sentido que mi budismo secular todavía retiene una cualidad religiosa, puesto que es la expresión consciente de mi “máxima preocupación” –tal y como el teólogo Paul Tillich definió una vez “fe”. Como alguien que siente una urgencia acerca de tales preocupaciones, no puedo sino arriesgarme ahora a opciones de interpretación que luego pueden resultar viables o no.
Mi punto de partida es poner a un lado cualquier cosa atribuida al Buda en el canon que bien pudiera haber sido dicha por un sacerdote brahmán o un monje jaina del mismo periodo. Así, cuando el Buda dice que una cierta acción producirá un buen o mal resultado en un cielo o infierno futuro, o cuando habla de poner punto final al ciclo repetitivo de renacimiento y muerte para alcanzar el nirvana, las tomo como declaraciones determinadas por la opinión metafísica común de esa época más que como reflejo de un componente intrínseco del dharma. De esta manera, doy central importancia a esas enseñanzas del dharma del Buda que no pueden derivarse de la cosmovisión india del siglo V aC.
Como tentativa, sugiero que este “descarte” de posturas metafísicas nos deja con cuatro ideas distintivas básicas que no parecen tener precedentes directos en la tradición india. Las llamo las cuatro “P”s:
1              El principio de condicionalidad
2              El proceso de las cuatro nobles tareas (verdades)
3              La práctica de la atención
4              El poder de la autosuficiencia
Hace algún tiempo me di cuenta de que lo que más me costaba aceptar del budismo eran esas creencias que compartía con sus religiones indias hermanas: el hinduismo y el jainismo. Sin embargo, cuando pones a un lado esas creencias, no te quedas con una enseñanza fragmentaria y mutilada, sino con un marco ético, filosófico y práctico enteramente adecuado para vivir tu vida en este mundo. Así, lo verdaderamente original en las enseñanzas del Buda, descubrí, era su perspectiva secular.
Y cuando pones a un lado los atributos casi-divinos que se cree que la figura del Buda poseía –una protuberancia carnosa en la cabeza, piel dorada, etc.– y te centras en los episodios del canon que relatan sus relaciones, a menudo tensas, con sus contemporáneos, entonces la humanidad de Siddhattha Gotama también empieza a emerger con más claridad. Todo esto apoya lo que el académico británico Trevor Ling conjeturó hace casi cincuenta años: que lo que ahora conocemos como “budismo” empezó su vida como una civilización o cultura embriónica y luego mutó a otra religión india organizada.
Por lo tanto, el budismo secular, que aspira a articular una forma de practicar el dharma en este mundo y época, encuentra su justificación en su retorno crítico a las fuentes canónicas y su intento de recobrar una visión del propio saeculum de Gotama.
Por encima de todo, el budismo secular es algo que hacer, no algo en lo que creer. Este pragmatismo es evidente en muchas de las parábolas clásicas: la flecha envenenada [M. 63], la ciudad [S. 12:65] y la balsa [M. 22] –así como la forma en que el Buda presenta sus cuatro “nobles verdades” como una serie de tareas a llevar a cabo, en lugar de un conjunto de proposiciones a afirmar. En lugar de intentar justificar la creencia de que “la vida es sufrimiento” (la primera noble verdad), uno busca aceptar y lidiar sabiamente con el sufrimiento cuando éste sucede. En lugar de intentar convencerse de que “el anhelo es el origen del sufrimiento” (la segunda noble verdad), uno busca soltar y no enredarse en el anhelo siempre que éste aparece en el cuerpo o la mente. Desde esta perspectiva, es irrelevante si las afirmaciones “la vida es sufrimiento” o “el anhelo es el origen del sufrimiento” son verdaderas o falsas. ¿Por qué? Porque las llamadas “verdades” no son proposiciones que uno acepte como creyente o rechace como no-creyente: son sugerencias de hacer algo que pueda marcar la diferencia en este mundo en el que ahora coexistes con otros.
La “iluminación”, por lo tanto, –aunque prefiero el término “despertar”– no es un descubrimiento místico acerca de la verdadera naturaleza de la mente o la realidad (que curiosamente siempre coincide con la opinión establecida del tipo de budismo que uno practique), sino la apertura a una forma de estar-en-el-mundo que ya no esté determinada por la codicia, el odio, el miedo y el egoísmo. Es de esta manera que el despertar no es un estado sino un proceso: una manera de vivir y compromiso éticos que posibilita el crecimiento humano. Como tal, ya no es propiedad exclusiva de maestros iluminados o yoguis realizados. De la misma forma, el nirvana –es decir, la extinción del anhelo– no es el objetivo del camino sino su verdadera fuente; puesto que el crecimiento humano empieza sus movimientos en ese espacio claro, luminoso y vacío en el que el egocentrismo neurótico se da cuenta de que no tiene base alguna sobre la que apoyarse. Entonces uno queda libre para manar como la luz del sol.
Esta visión del dharma encaja bien con la visión de Don Cupitt de una “ética solar”. En la habitación 33 del British Museum encontraréis un bajorrelieve de arcilla de Ghandara del siglo II dC que representa al Buda como una imagen estilizada del sol, colocada en un asiento, bajo el árbol bodhi. En el canon pali, Gotama se describe como perteneciente al “linaje solar” (adiccagotta), mientras que otros lo llaman por el epíteto “amigo solar” (adiccamitta). Un verdadero amigo (kalyanamitta), remarca Gotama, es aquél que arroja luz al camino que tenemos delante, tal y como el sol ilumina la tierra [S. 45:49]. Pero cuando el budismo fue creciendo como religión india organizada, pareció perder de vista estos orígenes solares y se volvió lunar. El nirvana se compara a menudo con la luna: fría, impasible, remota, y también –como ignoraban entonces pero ahora sabemos– un pálido reflejo de una fuente extraordinaria de calor y luz. Quizás hemos llegado a un momento en el que tenemos que recuperar y practicar otra vez un dharma solar, uno que se preocupe de arrojar su luz (sabiduría) y calor (compasión) sobre y dentro de este mundo, el cual, hasta donde sabemos, podría ser el único que ha habido o habrá nunca.

sábado, 6 de junio de 2015

Zazen, la prosternación y alguna perla de Dogen



Como continuación a la "carta de despedida como director de la oficina del Sōtō Zen Europeo", escrita por Giuseppe Jiso Forzani, que publicamos con anterioridad ( el 13 de Abril en el Blog de nuestro dojo), Jiso Forzani escribió una segunda carta en contestación a un interlocutor germano el cual, a su vez, le escribió una carta como reacción a dicha carta de despedida escrita por Jiso. 

Este interlocutor germano, cuya carta podemos encontrar aquí en italiano, le planteaba una serie de cuestiones a Jiso Forzani cuyo sentido, en esencia, resumiría así: Si abandonamos las jerarquías, los ritos y las formas en general del zen japonés, ¿cómo y a través de qué procedimiento se podrán formar las nuevas generaciones de practicantes zen europeos? y, en espejo, ¿qué es lo que el Soto zen japonés puede aportar a la realidad europea?. La traducción de esta segunda "carta de despedida" de Jiso es el siguiente.

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Estimado X

Estoy agradecido por tu carta, y por la honestidad intelectual de acoger y responder con franqueza a mis consideraciones. Ello me da la ocasión de, con mucho placer, responderte. Te ruego por tanto leer, cuando tengas tiempo, esta carta en la cual encontrarás también algunas de las respuestas concretas que me pides.

Sin duda la situación del Soto zen europeo es distinta en los distintos países, e incluso en el interior de cada país se puede afirmar que cada lugar de práctica es un caso particular, pero no es de esto de lo que pretendo hablar en esta ocasión. Más bien deseo poner en relieve cuestiones de carácter general. La primera es que el Soto zen europeo ha sufrido un proceso de clericalización a la japonesa aceptando pasivamente las reglas, los standard, el estilo de la Soto shu japonesa. Los motivos de esta asimilación son diversos, aquí hago una síntesis, con todos los límites que ello comporta, pero la realidad es esta innegablemente. No estoy expresando un juicio, tan solo constatando un hecho. 

Por todas partes en Europa, en la casi totalidad de los dojo, templos, monasterios Soto zen se puede constatar hasta qué punto están influenciados por el modo de hacer japonés. Hemos asumido el modo de vestir, de comer, de moverse, de celebrar los ceremonias (y los instrumentos para hacerlas), de enseñar y de aprender, de establecer relaciones jerárquicas en la comunidad y entre “maestro y discípulo”, de organizar dojo y templo, roles comunitarios... Hemos tomado todo, como si el modo japonés fuese el “exacto” modo según el dharma (alguno han hecho modificaciones, es verdad, pero tan solo se trata de ajustes). 

Un caso único en la historia del budismo. Piensa si los chinos hubiesen imitado a los hindúes, probablemente el budismo no existiría ya en Extremo Oriente y ciertamente el Chan no habría aparecido nunca.

Según yo (y me han hecho falta cuarenta años para darme cuenta)  todo aquello que tenemos que recibir del budismo Soto zen japonés no son más que tres cosas, que ellos han preservado más o menos formalmente hasta hoy: zazen, la prosternación (gasho y/o raihai (sampai), es decir la actitud de inclinarse metafórica y físicamente) y algunas perlas de Dogen. Se trata de tres “cosas” esenciales, pero el resto se puede tranquilamente ignorar, diría que sería mejor ignorarlo, y me permito decirlo porque conozco bastante bien el resto.

Esto no significa, ciertamente, que no hayan habido japoneses (probablemente millares) que hayan vivido y testimoniado con su vida la Vía de Buddha a lo largo de los siglos, hasta hoy. Pero la mayor parte de estos es completamente anónima y no necesariamente compuesta por sacerdotes Soto zen.

Nosotros (sacerdotes Soto zen europeos) hemos importado de Japón incluso las reglas administrativas para ser reconocidos como sacerdotes, creando una casta clerical de la que ni el budismo ni los europeos tienen ninguna necesidad. No es solo cuestión del hecho de que estas reglas no tengan nada que ver con la cultura europea, es que que no proporcionan ninguna garantía ni siquiera para los japoneses. Por otra parte, hemos proporcionado certificados que muchos usan y usarán como si fuesen un certificado de “maestro zen”, una locura desde el punto de vista del budismo y una estafa hacia quien se lo cree.

Incluso si se actúa de buena fe y se esta animado por las mejores intenciones se ha establecido en Europa, con la activa complicidad de los japoneses, la idea de que existe una especie de profesión que podríamos llamar enseñante, maestro, o más simplemente “responsable de una estructura que iza la bandera del dharma”, bien sea un dojo, un templo, un monasterio, siguiendo más o menos el modelo japonés; y que es necesario aprender a ejercer ese trabajo, esa profesión .

Esto me conduce a la segunda cuestión de la cual hablo al comienzo de esta carta. Una vez que se acepta esta concepción y para quien se encuentra en la posición de “responsable de la comunidad”, el cuidado que debe ponerse en el empeño de aprender el dharma -pienso que no debería olvidarse nunca que somos todos y siempre aprendices del dharma y que el único y verdadero maestro es el Buddha-dharma- es dejado de lado y es desplazado poco a poco por la preocupación de enseñar a los otros y de sostener, mantener, reforzar, incluso ampliar la estructura de la que uno es responsable. 

Creo que estas condiciones llevan aparejadas dos consecuencias: una es la de comenzar a pensar, a veces incluso inconscientemente, que el “desarrollo” del dharma depende de nuestros esfuerzos; la otra es pensar que se podría valorar la propia adhesión al dharma y la bondad del testimonio propio por el “éxito” de la estructura comunitaria de la que se es responsable. Sé de lo que hablo, he sido responsable de dojo y de comunidad con residentes durante más de veinte años. Pero, por fortuna, el florecer del dharma no depende de nuestros esfuerzos y el éxito no es una vara de medir sobre la Vía de Buddha, que es constitutivamente una vía de pérdida.

Pienso que el Zen europeo (y también el japonés, pero esa es otra historia y otro discurso) ha llegado a un punto en el que debería pararse. Es el mismo discurso que concierne a la sociedad contemporánea, todos no hablan sino de crecimiento, mientras que la única cosa que habría que hacer sería pararse y cambiar el modelo de civilización. 

Hemos hecho un gran trabajo, como escribía en mi carta, pero ahora corremos el peligro de equivocarnos respecto a nuestro papel. La historia del budismo y del Zen en Europa es muy joven, apenas ha comenzado. Han hecho falta siglos en China antes de que el budismo chino se manifestase abiertamente y no veo porqué aquí debería de ser distinto. 

Hay un largo trabajo de preparación de la tierra a hacer. Sin preparar como se debe la tierra, se puede sembrar, plantar, trasplantar aquello que se quiera, pero nada desarrollará nunca raíces. Nuestra función histórica es la de las lombrices, la de preparar la tierra. La obra de las lombrices es esencial, sin ellas la tierra no sería fértil y el género humano no podría cultivar ningún huerto, ni obtener ningún fruto. Una obra esencial y anónima. Pero la lombriz que hace su parte como debe, no se plantea el problema de cual cultivo crecerá en la tierra que oxigena. No es este su papel ni su problema.

Vuelvo un momento sobre la cuestión, que parece haber chocado, de nuestra edad cronológica (incluso si tu eres más joven, pero poco importa). Lo que digo no tiene nada que ver con el número de años de práctica zen y de sentarse en zazen, sino con la mentalidad de las personas mayores que tiende naturalmente a la conservación, incluso si se hace zazen. Son los jóvenes los que deben de hacer las reformas y las revoluciones. Estoy convencido de que no se debería hacer de responsable de un dojo, de un templo, de un monasterio por más de diez años, quince años (veinte como máximo, en el caso de ser pioneros como nosotros), de otra manera se convierte en una profesión, en la imposición de un estilo, en la convicción de ser indispensables.

Por tanto mi “propuesta” es simple y concreta: parar la máquina, bajarse, contemplar el paisaje, sentarse allí donde se esté. Nada se perderá del trabajo hecho.

Me preguntas dónde se formará la nueva generación y cual es mi propuesta concreta para formarla. Respondo: donde sea que las personas vivan. No hay necesidad de un monasterio para recibir una buena educación, la vida la proporciona mucho más que la regla en un lugar cerrado. Y en el fondo no es una cuestión de “formar”, yo he usado este término y quizás no es la palabra adecuada. No existe, afortunadamente, un modelo de hombre o mujer zen que sirva de molde para “formar” las personas de la nueva generación. Se formará sola. Es suficiente indicar, antes que nada con el ejemplo vivo, cuales son los instrumentos usados desde siempre para la propia formación: zazen, profundización, honestidad. 

Zazen es zazen, la profundización es el estudio de la enseñanza budista y de nosotros mismos, la honestidad es espiritual, intelectual y comportamental, y yo creo que se aprende mejor intentando vivir según el dharma en la sociedad que en un monasterio.

Se vuelve por tanto a la cuestión del estudio y de la relación con el Soto shu japonés. Si de verdad los japoneses están interesados en el desarrollo del futuro Soto zen europeo y no solo en reproducir en Europa la copia de su pésima institución clerical, deberían utilizar el dinero que tienen en abundancia para sostener a los europeos que quieran estudiar las enseñanzas budistas, en vez de desperdiciarlo en proyectos insensatos, como el edificar un senmon sodo japonés en Europa, como pretenden hacer en los Estados Unidos con un proyecto absurdo y vergonzosamente costoso, para “formar” según el modelo japones a los sacerdotes zen occidentales. Eso sí que sería un triste fin para la historia del zen occidental.

Me excuso por haber tomado prestado tu tiempo para leer esta larga carta, concluyo aquí y de aquí en adelante me callo, aquello que tenía que decir lo he dicho repetidamente.

Un fraternal saludo.

Jiso


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 Traducción: Roberto Poveda Anadón

lunes, 18 de mayo de 2015

Una visión diferente de la espiritualidad

A menudo me pregunto cómo nuestra práctica puede concretarse en acciones cotidianas que ayuden al día a día de las personas que nos rodean.  Leer este artículo me ha permitido reencontrarme con esas cosas que ya son posibles, con esas cosas que ya están en nuestras manos al margen de cualquier consideración religiosa elevada.




Aceptar el dolor. Cuando bañarse en lágrimas sana las heridas más profundas

Una visión diferente de la espiritualidad, de la mano de una escritora africana, Sobonfu Somé.

Para muchas personas la pena es una opción. Mirando mi propia vida, me di cuenta de que se trata de una cuestión de vida o muerte. De hecho, a lo largo de mi vida, la pena ha sido un tema importante, desde el llanto infantil para comer hasta el sentimiento de un dolor profundo por pérdidas cuando crecí. Mi primer recuerdo de profunda aflicción fue cuando era pequeña, con cinco o seis años. Una de mis amigos murió. Estaba tan sorprendida y confundida por todo el asunto, especialmente cuando me dijeron no que nunca más lo volvería a ver físicamente. Lloré durante mucho tiempo y no me entraba en la cabeza que mi amigo había muerto. Cada día tenía la esperanza de jugar con él, pero no estaba allí. Mi comunidad me recordaba suavemente, “¿recuerdas que murió?”. Me apoyaron y lloraron conmigo. Aunque lloré durante mucho tiempo, más de un año, se aceptó como algo normal de la vida. Nunca se me pidió, que dejara de llorar, más bien lo contrario: “¿Has llorado suficiente? ¿Has gritado suficiente?”.
Para mi pueblo, los dagaras de Burkina Faso, creemos que en la vida es necesario llorar. Cuando lloro estoy rodeado de familia que me acompaña y puedo lloran tanto como quiero. Experimentamos conflictos, hay seres queridos que mueren o sufren, tenemos sueños que nunca llegan a concretarse, surgen enfermedades, se rompen relaciones y hay desastres naturales inesperados. Es tan importante tener formas de liberar esos dolores para mantener nuestro equilibrio… Dejar a un lado un dolor antiguo sólo hace que este crezca hasta que ahoga nuestra creatividad, nuestra alegría y nuestra capacidad para conectar con los demás. Incluso nos puede matar. A menudo mi comunidad utiliza rituales de duelo para sanar heridas y nos abre a la llamada del espíritu.
Pensaba que esta perspectiva sobre el dolor era natural para todo el mundo, hasta que llegué a Estados Unidos. Estaba con una amiga que había tenido un conflicto con su familia y sabía que la situación no era fácil para ella. Un día la escuché llorando sola en el baño. A través de la puerta, le pregunté si estaba bien. Dijo, “Sí, estoy bien!” Me dije, “Dios mío, hay algo aquí que no cuadra”. Las personas que deberían apoyarla no estaban allí. Sentí el conflicto y me pregunté qué haría mi abuela en esta situación.
Cuando murió mi abuela, yo era una adolescente. Me vi sobrepasada por una pena inmensa, devastadora, que no podía superar. Estaba bloqueada por un sentimiento de rabia, de traición e incluso de odio. Me preguntaba, ¿cómo ha podido mi abuela hacerme esto? Todo el mundo estaba lamentándose a mi alrededor. Me hicieron un espacio. Todos hicieron turnos para consolarse. Por suerte, las setenta y dos horas de tiempo habituales para este tipo de duelo se prolongaron durante cinco días. Cuando todo el mundo había terminado, a mi todavía me quedaban muchas ganas de llorar y las personas todavía permanecían allí para acompañarme. Aunque comencé mi duelo tarde nunca me sentí incómoda con los que me rodeaban. Es natural que las personas que te rodean empiecen a lloran cuando tú lo haces. Sabemos que cuando sientes pena no es personal, es de todo el grupo. Experimentamos una sensación colectiva, para que una persona no tenga que soportar todo el peso del sufrimiento.
Muchos años después, mientras vivía en Estados Unidos, tuve una crisis de relación. Sentí que me moría. Me di cuenta que me sentí sola en mi pena, mi alma, corazón y mente continuamente colisionaban. No encontraba una explicación intelectual a mi sufrimiento. Encontré mucho alivio en diversas comunidades de aquí y cuando llegué a casa todo el mundo me acompañó en la aflicción y, de repente, me sentí más ligera.
Hay un precio para no expresar la tristeza. Imaginémonos si nunca laváramos la ropa ni nos ducháramos. Las toxinas que el cuerpo produce sólo en el día a día acabarían siendo realmente apestosas. Esto es lo que ocurre con las toxinas emocionales y espirituales. Lo que debemos recordar es que cuanto más aumentan estas toxinas, más tendemos a culpar o lastimar a los que nos rodean. Nadie ataca a otro con alegría: cuando alguien lastima o ataca a otro es porque está demasiado herido o afligido.
Puede haber tanta tristeza que crecemos adormecidos por las emociones ignoradas y soterradas que llevamos en nuestros cuerpos. El dolor y el daño inexpresado hieren a nuestras almas y pueden vincularse directamente a nuestro sentimiento general de sequía espiritual y confusión emocional, por no mencionar las muchas enfermedades que experimentamos en nuestras vidas. Muchos sufren condiciones médicas que están relacionadas con el dolor. Llorar, ya sea en privado o en comunidad, tiene muchos beneficios para la salud demostrados científicamente, desde el descenso de la presión arterial y los riesgos de ataques cardíacos al simple hecho de tener una mejor calidad de vida. Necesitamos empezar a ver la pena y el duelo no como una entidad ajena y ni como a un enemigo al que debemos expulsar o enjaular, sino como un proceso natural.
También debemos entender que está muy bien que alguien exprese su tristeza. En el mundo de hoy, la mayoría de nosotros acarreamos penas que ni sabemos. Hemos sido educados desde muy pequeños para no sentir. En Occidente, a menudo nos enseñan que ser niños y niñas buenas pasa por la resignación y el silencio. Las consecuencias son que incluso con tus amigos más íntimos y de confianza puedes sentirte como un lastre. Llorando delante de los demás con demasiada frecuencia es un fruto prohibido. Aprendemos a compartimentar nuestra pena porque expresándola en un lugar inapropiado sólo generará más sufrimiento. Nos enseñan que las personas que están más cercanas de nosotros no tienen forma de acompañarnos cuando nos derrumbamos.
Aún nacemos sabiendo perfectamente cómo llorar. Lloramos naturalmente para sentirnos mejor y encontrar alivio. Si existe una forma para que todos lloremos abiertamente, creo que también disminuirá la culpa y la vergüenza que se da en muchas culturas. Cuando estás en presencia de alguien que sufre, ya no ves su color, es un lenguaje universal. Todos sufrimos. No hay necesidad de culpar a otros. La culpa y la vergüenza provienen de esta incapacidad para expresar nuestra tristeza adecuadamente. ¿Cómo podemos pretender ser felices, pacíficos y amorosos con tanto dolor y tristeza?
Creo que el futuro de nuestro mundo depende mucho de la manera en que gestionamos nuestro dolor y nuestra pena. Las expresiones positivas de nuestro dolor son terapéuticas. Sin embargo, la falta de expresión de nuestra pena o su incorrecta gestión se encuentra en la raíz de la infelicidad general y de la depresión, algo que también provoca guerra y crímenes.
Hay cosas que podemos hacer en la sociedad para ayudar a sanar. Podemos empezar por aceptar nuestra propia tristeza y el sufrimiento del otro. Podemos tener salas de duelo en los espacios públicos donde la gente pueda ir a llorar. He visto que esto ya sucede en diferentes comunidades de Estados Unidos y trabajó para ellos. Las iglesias y demás sitios de culto pueden tener habitaciones para personas que necesiten llorar.
Uno de mis sueños es convertir lugares donde han ocurrido horribles y grandes crímenes en santuarios de duelo donde la gente pueda ir a llorar. Me imagino el Memorial Day no como un día de fiesta y barbacoa, sino como un día para permitirnos afrontar nuestras fricciones diarias, las pérdidas y el dolor como comunidad.
Llorar en comunidad ofrece algo que no podemos conseguir cuando lloramos solos. A través de la validación, el reconocimiento y los testigos, el lamento comunal nos permite experimentar un nivel de sanación profundo y liberador. Cada uno de nosotros tiene un derecho humano básico al amor, la felicidad y la libertad genuinas.

Sobonfu Somé es una de las principales voces en la espiritualidad africana. Recorre el mundo con la misión de sanar, compartir la rica vida espiritual y la cultura de su tierra natal, Burkina Faso. Autora de los libros ‘The Spirit of Intimacy’, ‘Women’s Wisdom from the Heart of Africa’ y ‘Falling Out of Grace’, el mensaje de Sobonfu sobre la importancia del aspecto ritual, comunitario y espiritual en nuestras vidas con un poder y una verdad intuitivos ha hecho que Alice Walker afirmara: “Puede ayudarnos a reunir tantas cosas despedazadas en nuestro mundo occidental moderno.” Es fundadora de Wisdom Spring, Inc. una organización dedicada a la conservación y la difusión de la sabiduría indígena.

lunes, 13 de abril de 2015

Carta de despedida como director de la oficina Sōtō Zen Europeo - Giuseppe Jiso Forzani

Queridos Amigos y Amigas.

El comienzo de la primavera coincide este año, en mi caso, con el fin del encargo como director de Oficio europeo del Budismo Sōtō Zen. Con ocasión de esta contingencia de un fin y de un comienzo, permitirme dirigiros algunas palabras de  despedida.

Os agradezco, individual y colectivamente, por la compañía que hemos mantenido en el transcurso de estos años. Ha sido para mí una buena compañía, bajo el lema de la franqueza y de la paz.

Quiero además añadir algunas consideraciones, que son también la síntesis de lo que he escrito a comienzos de este año, en la carta de despedida dirigida a los responsables del departamento internacional del Shūmuchō de Tokyo del que la Oficina europea depende.

El Sōtō Zen europeo ha tomado gradualmente una forma institucional bastante definida, Esta forma no se ha originado para perseguir un objetivo común  y siguiendo un diseño orientado a realizar aquel fin, sino por una exigencia, sentida inicialmente por algunos y que después se ha convertido de hecho en la línea guía para todos, de resolver algunos problemas contingentes de gestión práctica, sobre todo de tipo administrativo. Me refiero a la adquisición de la ordenación japonesa para definir y reconocer las figuras que realizan en Europa la actividad misionera y de difusión del Sōtō zen, pero no solo. El modelo japones, en un tiempo fuertemente criticado en Europa a menudo sin ni siquiera conocerlo, resulta hoy asumido casi acríticamente como el único válido tradicionalmente, a veces con algún retoque ocasional, en el intento de amalgamar la forma japonesa con la realidad europea.

Nos encontramos pues al interior de una progresiva y casi despreocupada japonesización del Sōtō Zen europeo en cuanto institución clerical. Quien observase el fenómeno desde fuera no podría sino concluir, con razón, que se está intentando importar en Europa el Sōtō Shū japonés, recreando aquí la misma atmósfera, la misma estructura y la misma función que el Sōtō Zen tiene en Japón. Es el camino fácil y habrá siempre en Europa personas fascinadas por la estética japonesa e impresionadas por la seriedad y la fiabilidad del comportamiento de los japoneses y que buscarán imitarlo creyendo que esto equivale a la “verdadera práctica tradicional del auténtico Budismo Zen”. Esta es la ola ahora en boga, y personalmente considero que desaparecerá en breve, no dejando un rastro duradero.

Europa tiene una base cultural y religiosa no homologable a la japonesa y los europeos tienen una estructura antropológica diferente de la de los japoneses, es por tanto fácil prever que el camino imitativo no dará más que efímeros resultados.

Pero incluso si esta predicción estuviese equivocada, no se puede ignorar que la realidad del  Sōtō Shū japonés está muy lejos de de ser un modelo ejemplar. Muchos sacerdotes Sōtō Zen japoneses reconocen que el sistema educativo de los jóvenes sacerdotes es aproximativo y anacrónico y debería de ser urgente y profundamente reformado, porque no estimula el espíritu de búsqueda de los individuos y no proporciona instrumentos válidos para alimentar la evolución espiritual. Ese sistema está estructurado de forma que vuelve insignificante aquello que nosotros llamamos vocación espiritual. La adopción de ese sistema en Europa, donde no existen ni siquiera las condiciones históricas y sociales que lo hacen justificable en Japón, corre el riesgo de extinguir el impulso de búsqueda y de vocación que ha caracterizado la primera fase de la presencia del Zen en Europa. La dramática ausencia de jóvenes en la mayor parte de las comunidades Zen europeas es una señal evidente de esta situación.

Creo que la primera generación de sacerdotes Sōtō Zen europeos, que es mi generación, no puede dar, desde sus propias fuerzas, ninguna contribución de renovación al desarrollo del Sōtō Zen en Europa. Está compuesta por personas próximas a los setenta años, cuando no más. Hemos hecho un notable trabajo como pioneros, pero estamos ahora en una fase fisiológicamente conservadora, y por tanto ya no en condiciones de realizar la necesaria renovación. Sería oportuno dejar esta tarea a personas jóvenes, enérgicas, curiosas intelectualmente, no sobrecargadas por el legado de una historia que, aun siendo breve, no está ausente de sombras y de cargas. Hasta que esta nueva generación no se halla formado y se vuelva autónoma, es veleidoso y prematuro querer establecer una regla guía común para la formación religiosa, admitiendo provisionalmente que este sea un objetivo a perseguir. Es la ocasión en cambio de proveer de instrumentos adecuados para el estudio de las enseñanzas y la práctica del budismo a las nuevas generaciones, que serán los interpretes vivientes del futuro del budismo. Para ir en esta dirección la colaboración con el Sōtō Shū japones puede ser  valiosa, en el caso de que también desde aquella parte se manifieste la voluntad de ponerse realmente juntos al servicio de la realidad europea, escuchando su voz y aprendiendo a conocerla.

Envío como conclusión deseos de buena salud y de buen trabajo a cada uno de vosotros y al nuevo equipo de la Oficina europea, el director rev. Sekiguchi Dōjun, el rev. Tōgen Moss y el rev. Terumoto Taibun.

Un fraternal saludo


Jisō Forzani

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